No puedo rastrear a ciencia cierta cuál fue la primera vez que intenté escribir una historia. Me recuerdo, por ejemplo, haciendo fanfics que guardaba en diskettes para después repartirlo entre mis amigas, con historias de vampiros que caían por error en mitad del desierto y nos conquistaban a todas. En la preparatoria, esas búsquedas se materializaron en un cuaderno, que guardaba una novela por entregas sobre una mujer con personalidad múltiple. Luego fueron cartas a los niños de los que me enamoraba (y que, invariablemente, terminaban en el tacho de basura). Calaveritas insulsas para ganarme unos cuantos pesos. Discursos estériles en funerales que me daban lo mismo. Poemas para el Día de la Madre. Poemas para decir adiós a mis amigos. Escribí de todo y para todos porque el acto y la voluntad de escribir son cosas distintas: de nuevo, la una se remite a la potencia del ser y la otra, a la potencia de estar. Yo quería ser y quería estar.Todavía me pregunto si una puede existir sin la otra. Quise escribirlo todo, por más aburrido que fuera, porque sólo así aprendería que la escritura está compuesta de todos los matices, y no sólo de su más brillantes luces. A la palabra se le ama igual en la gloria que en la podredumbre.
Hay un turismo extrañísimo y reciente, impulsado en gran medida por el auge de la comunidad lectora y los clubes de lectura. Me refiero al turismo de la lectura periférica o de provincias, donde sucede toda clase de cosas ignoradas por lxs citadinxs: una dimensión cuasi salvaje, de la que nos olvidamos sistemáticamente. La miramos de lejos, como quien sostiene un prisma entre sus dedos, esperando un día poder encapsular su brillo. No hablo solamente sobre el acto creativo, ya de por sí complicado, sino de un cosmopolitismo cultural en el que la presencia activa en actos como presentaciones, tertulias, e incluso fiestas, determinan o segregan la pertenencia al círculo literario. La representatividad, a su vez, es dispareja: de entre todas las personas que escriben en la Ciudad de México, una gran cantidad venimos de otro lado, escapando del silencio institucional. Por eso, creo que ejercer la escritura fuera de las capitales es un acto político y contestatario, que contraviene a un mercado voraz y que favorece apenas a un puñado de personas.
Emmanuel Carballo, sobre la vida de lxs escritorxs de provincias: «Si en [ciudad de] México el escritor no tiene una función específica, en provincia es visto y juzgado en forma negativa; no solamente en ocioso e improductivo, sino también disolvente e inmoral».
En 1934, la Universidad de Berlín ofreció a Martín Heidegger un puesto de docente de tiempo completo, que supondría mudarse del campo a la ciudad. Heidegger lo rechazó y, a propósito, construyó un bellísimo texto llamado Por qué permanecemos en provincia. En él, el crítico defiende su idea de crear y pensar alejado de los grandes centros culturales; habla en él sobre el «mundo del trabajo», concepto maleable según el que se va o el que se queda. Hay para quienes la provincia es un simple lugar de vacación o veraneo; para los que permanecen, el exotismo del paisaje o la anodina calma es, en sí, su propio «mundo del trabajo»:
[…] el murmullo del arroyo de la montaña, la austera simplicidad de los llanos totalmente recubiertos de nieve; todo esto se agolpa y vibra allá arriba a través de la existencia diaria. Y, nuevamente, esto no ocurre en los instantes deseados de un sumergimiento gozoso o de una compenetración artificial, sino solamente cuando la propia existencia se encuentra en su propio trabajo. Sólo el trabajo abre el ámbito de la realidad de la montaña.
Cuando Heidegger llama a «abrir la realidad de la montaña» nos invita a deconstruir la experiencia estética individual, sea ésta la de la creación artística o la del trabajo (porque, como sostengo en la entrega anterior, existe una dimensión estética en el ciclo de producción). El hombre de la ciudad, continúa, piensa que se está «mezclando con el pueblo» cuando mira al hombre del campo y es capaz de charlar con él por un rato. Este exotismo, impulsado por una ignorancia sobre lo que pasa más allá de nuestrxs ojos, ha sido alimentado fuertemente durante los últimos años en la escena literaria. Nosotrxs, lectorxs de horas de oficina, convertimos la periferia, lo provincial y los «bajos mundos» en un simple azote del realismo mágico, revisitado constantemente en nuestras lecturas y alimentado por el anhelo y el deseo.A veces, nos convertimos en aquello que siempre juramos destruir. Para terminar, Heidegger sentencia, con mano dura, esa mirada lejana y exótica del turista hacia la vida de provincia, y deja claro el por qué decidió alejarse de las grandes ciudades:
[…] muchos de los procedentes de la gran ciudad y de los turistas […] se comportan a menudo en la aldea o en la granja del campesino como si se ‘divirtieran’ en sus salones de entretenimiento y diversión de la gran ciudad. Tal ajetreo destruye en una sola noche más de lo que puede fomentar jamás un adoctrinamiento científico de varios decenios sobre lo popular-racial («volkstum») y las costumbres del Pueblo («volkskunde»).
Abandonemos toda intimación condescendiente y todo falso culto de lo popular-racial («volkstümelei»); aprendamos a tomar en serio allá arriba aquella existencia sencilla y dura. Sólo entonces nos podrá decir algo.
Hace mucho que no soy de ningún lado. También hace mucho que soy de todos lados. Los fantasmas de los que escapé hace diez años ya no son los mismos: unos están muertos; otros, tuve que ir a invocarlos para volver a crear. Amo al desierto, pero ya no puedo decir que es mío, porque todo lo que toqué hace años ahora está deshilado, y se me escurrió de las manos tan pronto quise volver a atraparlo de nuevo. Qué alivio saberlo volátil y maleable, como alguna vez yo también lo fui.
En el título de este texto, un fragmento de “En casa”, de Sr. Amable, músico y productor chihuahuense. Dale al play:
Me ha encantado, pero sobre todo, me ha motivado. Que alegría encontrar textos como estos, más viniendo de México, pues los hay pocos.